El camino hacia el castillo perlado está repleto de dulces delirios. Todos producto de un idilio tangible que me abruman y conmocionan. El recorrido, caminante, se define por la dulce arena extasiada de rayos de sol que la hacen brillar, emerger y respirar. Ella me llama a gritos, me desvía de mi meta, me hace amarla, soñarla; produce un deseo febril de unirme a ella, de conjugarme y fundirme en arena. Aún así, debo avanzar, su delicado encanto no me puede atrapar.
Paseando en la arena, me encuentro con otros caminantes azabache, estilizados, quienes de lejos parecen cada uno seguir un camino, son un pequeño caos que me aturde, mas mientras me acerco a ellos, veo que no se desvían: todos caminan generando una curvatura carbonizada. Por un rato, les sigo, juego con ellos, ando en círculos y espirales hasta que finalmente su curso se aleja del mio y quedo una vez más sola, evadiendo, amando y odiando la arena.
De repente, un oasis brillante se dibuja frente a mi. En principio, afirmo que es producto de mi locura, pero este pide que me acerque. Vislumbro formas circulares que se plasman en una suerte de torbellino que me escudriña, pero me regala miradas dulces, cándidas y apasionadas a su vez.
El oasis ya perdido, me acerca hacia la visión de un castillo, mas bien la silueta de este. Siento que es producto de la fiebre, que mi meta aún no se aproxima. Tal vez sea por la agonía de no llegar nunca al llano nacarado, pero mis ojos no me mienten. Ante mi se construye el castillo. Me acerco, trato de identificarle, palparle, ordenar cada una de las partes que en mi idea refiere la sutil fortaleza. ¡Es cierto, es ella! Toco suavemente su puerta, responden mi llamado y una luz cegadora me golpea con dulzura. He llegado. Colores y blancos me embriagan, me pierdo entre la mariposa dorada.
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